Fascismo, democracia y violencia de clase: cuando el capital se defiende con sangre
Lo que está en juego no es una mejor administración del presente, sino la posibilidad misma del futuro de la especie humana. Ante un orden que se sostiene cada vez más en la muerte, la miseria y la mentira, la única respuesta verdaderamente humana y efectiva es una revolución.
Fascismo, democracia y violencia de clase: cuando el capital se defiende con sangre
Delfo Acosta
De las masacres del siglo XIX a los campos de concentración nazis y las dictaduras latinoamericanas, la historia demuestra que el capital está dispuesto a todo, menos a dejar de dominar. La violencia no es su excepción, sino su norma en tiempos de crisis. Frente a este escenario, reconstruir la fuerza organizada de los trabajadores, de los sectores populares, y dar la batalla de ideas son tareas urgentes e impostergables.
Toda formación social basada en la explotación de una clase por otra produce inevitablemente resistencias. Y el modo en que la clase dominante responde a esas resistencias revela el verdadero carácter del poder que ejerce. Lejos de ser una excepción, la violencia ha sido siempre el último garante del orden burgués, ya sea bajo las formas abiertas de la dictadura o bajo los ropajes de la democracia liberal.
En el siglo XIX, durante el surgimiento del proletariado europeo como fuerza política autónoma, la burguesía reveló sin ambigüedad su disposición a utilizar la fuerza bruta para mantener su dominio. Las revoluciones de 1848, que atravesaron Alemania, Francia, Italia y el Imperio Austrohúngaro, fueron ahogadas en sangre. En París, los obreros que exigían trabajo y pan fueron masacrados por la Guardia Nacional. Aquellos que proclamaban la fraternidad de la revolución burguesa descubrieron entonces que los fusiles también eran parte del contrato social.
Marx, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, analizó magistralmente cómo, ante el miedo al ascenso del proletariado tras la revolución de 1848, la burguesía francesa prefirió entregar el poder a un Bonaparte antes que arriesgar su propiedad. La democracia se volvió prescindible; el orden debía restituirse a cualquier costo. Se muestra aquí una constante histórica: cuando la democracia pone en riesgo el capital, el capital prescinde de la democracia.
Esta lógica se desplegó con una violencia aún más descarnada en 1871. La Comuna de París, primera experiencia concreta de gobierno obrero, fue destruida con una represión sin precedentes. Más de 20 mil comuneros fueron asesinados en las calles, fusilados sumariamente, deportados. El Estado burgués mostró su verdadera naturaleza: no como árbitro, sino como instrumento de clase. La clase dominante, en su pretendida civilización, no dudó en retroceder a la barbarie cuando vio amenazada su existencia.
El fascismo como proyecto del capital en crisis
Esta genealogía de la violencia de clase encuentra su continuidad en el siglo XX con el surgimiento del fascismo. Aquí no hay ruptura, sino desarrollo. Frente a la crisis del orden burgués tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, el capital europeo buscó su protección no en las instituciones liberales, sino en el terror organizado. El fascismo fue la forma extrema de autodefensa del capitalismo. Lejos de oponerse al capital, lo rescató.
En Italia, Alemania y España, los grandes bancos, las industrias estratégicas, los terratenientes, la aristocracia financiera y también las iglesias respaldaron activa y materialmente a los regímenes fascistas. El Vaticano firmó acuerdos con Mussolini y Hitler; los industriales alemanes financiaron al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP, por sus siglas en alemán); las oligarquías celebraron la destrucción de los sindicatos y la represión de la izquierda.
Pero el ascenso del nazismo en Alemania no fue un fenómeno aislado ni exclusivamente interno. Detrás de su expansión y consolidación hubo también intereses económicos extranjeros que vieron en ese régimen una oportunidad: orden político, represión del movimiento obrero, estabilidad para los negocios y un muro de contención contra los procesos revolucionarios. En ese contexto, no fueron pocas las corporaciones, bancos y empresarios norteamericanos que ofrecieron su colaboración —directa o encubierta— al proyecto de Hitler.
Importantes sectores empresariales de Estados Unidos vieron en el Tercer Reich un aliado estratégico. Desde la banca, el comercio industrial, la energía y la tecnología, fluyeron inversiones, asistencia técnica y respaldo financiero. Uno de los casos más emblemáticos fue el de Chase National Bank, hoy JPMorgan Chase, que mantuvo operaciones activas con bancos alemanes incluso durante los años más duros del régimen nazi, facilitando la transferencia de fondos del Estado alemán hacia el exterior.
Gigantes industriales como General Motors y Ford Motor Company jugaron un papel clave en la maquinaria de guerra del nazismo. General Motors, a través de su filial Opel, produjo vehículos para el ejército alemán, mientras Ford mantuvo operativa su planta en Colonia durante el régimen, fabricando camiones militares. Henry Ford no solo fue un activo empresario, sino también un ideólogo admirado por el propio Hitler, quien lo elogió en Mein Kampf y le otorgó la Gran Cruz del Águila Alemana, la más alta distinción nazi a un extranjero.
En el plano tecnológico, International Business Machines (IBM) proporcionó al régimen nazi las máquinas perforadoras que permitieron la ejecución del censo étnico y el control poblacional, herramientas que luego se utilizaron para rastrear y clasificar a millones de personas —judíos, gitanos, opositores políticos—, facilitando su deportación y exterminio. La industria energética tampoco estuvo ausente: Standard Oil, propiedad del grupo Rockefeller, estableció alianzas con el consorcio alemán IG Farben, responsable del gas Zyklon B usado en los campos de concentración.
Lejos de ser casos aislados, estos vínculos revelan una decisión estratégica del capital transnacional: colaborar con regímenes que garantizaban orden interno, destrucción del sindicalismo y expansión del aparato productivo, incluso a costa de la democracia y los derechos humanos. El fascismo, en definitiva, fue la dictadura terrorista del capital en crisis.
De Europa a América Latina: la internacionalización de la represión
Esta matriz se trasladó en la segunda mitad del siglo XX a América Latina, donde la lucha por la justicia social y las experiencias reformistas o revolucionarias fueron respondidas con una violencia estatal coordinada y transnacional. La Operación Cóndor —verdadera red continental de terrorismo de Estado— fue expresión del mismo principio: el capital, al borde del colapso, se arma hasta los dientes para destruir a quienes lo amenazan.
Las dictaduras del Cono Sur, con su saldo de miles de detenidos desaparecidos, torturados, asesinados, exiliados, fueron financiadas por los mismos intereses que sostuvieron al fascismo: la gran empresa, la banca, el imperialismo norteamericano y el poder eclesiástico conservador. Nuevamente, la represión fue el método de restauración del orden capitalista, esta vez bajo una nueva forma: el neoliberalismo.
El capitalismo en el siglo XXI: nuevas formas, misma esencia
Hoy, en pleno siglo XXI, asistimos a una nueva fase de crisis del capital. Las democracias liberales muestran sus límites; la desigualdad se agudiza; la exclusión y la violencia estructural se expanden. Y como en el pasado, el capital se prepara para defenderse. Militarización, criminalización de la protesta, vigilancia digital, populismos autoritarios y estados de excepción normalizados anuncian que, como siempre, el capital está dispuesto a todo para sobrevivir, menos a dejar de dominar.
Hay que comprender que el Estado no es un árbitro neutral ni un pacto abstracto entre ciudadanos, sino la condensación institucional de una relación de fuerza entre clases. Por eso, cada vez que los explotados se organizan para cambiar la realidad, el capital responde con violencia. La historia no es un ciclo de progreso moral, sino un campo de lucha. Y toda conquista popular ha sido obtenida contra la voluntad del poder, nunca con su consentimiento.
Tareas urgentes: organización, conciencia y estrategia
Frente a este escenario, la resistencia debe ser global. Las luchas feministas, ecologistas y anticoloniales son parte del mismo combate contra un sistema que convierte todo —el cuerpo, la tierra, el tiempo— en mercancía. La solidaridad internacional ya no es una opción, sino una necesidad de supervivencia.
Pero esta constatación no nos debe conducir al pesimismo, sino a la toma de conciencia sobre las tareas urgentes de nuestro tiempo. En primer lugar, reconstruir una fuerza social y política organizada, con claridad de horizonte y firmeza de principios. Ninguna transformación radical será posible sin una subjetividad colectiva que comprenda el mundo no desde la moral abstracta, sino desde las relaciones materiales que lo configuran.
En segundo lugar, se impone una batalla de ideas profunda y tenaz. En medio de la confusión, el miedo, la desesperanza o el cinismo cultivado desde el poder, es vital disputar el sentido común, romper el fatalismo, desenmascarar los disfraces del poder y abrir paso a una conciencia crítica de las estructuras que oprimen. La lucha ideológica no es un adorno: es parte fundamental del combate de clases.
Por último, es necesario recomponer una estrategia revolucionaria internacionalista, que articule las luchas locales con una comprensión global de la crisis del capital. La historia ha demostrado que las reformas superficiales no bastan; que el capital no se reforma, se supera. Y esa superación requiere no solo voluntad, sino organización, conciencia, horizonte.
Lo que está en juego no es una mejor administración del presente, sino la posibilidad misma del futuro de la especie humana. Ante un orden que se sostiene cada vez más en la muerte, la miseria y la mentira, la única respuesta verdaderamente humana y efectiva es una revolución.
