Del mal menor al mal mayor
Porque en el fondo, el problema es ideológico. No se trata solo de derrotar a un candidato o a un partido, sino de romper con una forma de pensar el mundo, la política y la historia. Mientras sigamos atrapados en los marcos ideológicos del liberalismo—aunque sea con rostro progresista—seguiremos girando en círculos, gestionando la miseria, pactando con el verdugo. La única salida real será aquella que se atreva a enfrentar esta raíz ideológica y construir, desde ahí, una nueva hegemonía para las grandes mayorías. Una que no maquille el capitalismo, que lo supere.
Del mal menor al mal mayor
Delfo Acosta

A medida que se acercan las elecciones, reaparece con fuerza la consigna de organizar frentes antifascistas para detener el avance de la ultraderecha. Se convoca a la unidad bajo el viejo estandarte del «mal menor», apelando a la urgencia de frenar el fascismo y preservar la democracia. Sin embargo, después de décadas de repetición de este libreto, resulta legítimo preguntarse: ¿no hemos ya transitado, una y otra vez, este mismo camino sin salida?
Porque no se trata solo de una sospecha ideológica: la experiencia, el desgaste y la evidencia empírica están a la vista. El progresismo, al que se le han confiado una y otra vez las esperanzas de los sectores populares, ha tenido un carácter reaccionario y ha sido totalmente funcional al sistema que dice combatir. Sus gobiernos, lejos de desmontar las estructuras de opresión, han administrado con un supuesto “rostro humano” los mismos pilares del capitalismo neoliberal, profundizando el modelo (no son 30 pesos, son 30 años de desigualdad estructural y dependencia del capital global).
Ya no estamos en la etapa de la ingenuidad. Ya perdimos la «virginidad política» frente a la promesa progresista de reformas graduales que nos conducirían a un mundo más justo. El progresismo ha demostrado, en lo esencial, ser una fuerza de contención, no de transformación. Administran la derrota del modelo, y son una expresión sofisticada de la reacción.
Por eso, el llamado a «detener al fascismo votando por sus administradores civilizados» ya no nos convence. No porque subestimemos la amenaza de la ultraderecha, sino porque entendemos que su auge no es un fenómeno aislado: es hijo legítimo del fracaso del progresismo, incapaz de ofrecer una salida real a las masas empobrecidas, precarizadas y humilladas.
La pregunta que emerge, entonces, es otra: ¿cómo organizarnos de una manera verdaderamente transformadora, que no solo resista al fascismo, que construya una alternativa real al sistema que lo engendra?
Tal vez ha llegado el momento de dejar de actuar en función de la urgencia y hacerlo en función de la profundidad de una mirada y acción estratégica. De articularnos no solo para frenar retrocesos, sino para ensayar una nueva sociedad en medio de las ruinas del viejo mundo.
Porque en el fondo, el problema es ideológico. No se trata solo de derrotar a un candidato o a un partido, sino de romper con una forma de pensar el mundo, la política y la historia. Mientras sigamos atrapados en los marcos ideológicos del liberalismo—aunque sea con rostro progresista—seguiremos girando en círculos, gestionando la miseria, pactando con el verdugo. La única salida real será aquella que se atreva a enfrentar esta raíz ideológica y construir, desde ahí, una nueva hegemonía para las grandes mayorías. Una que no maquille el capitalismo, que lo supere.