Entre la crisis terminal del capitalismo y el necesario reordenamiento histórico de las fuerzas revolucionarias

Entre la crisis terminal del capitalismo y el necesario reordenamiento histórico de las fuerzas revolucionarias

Lo revolucionario hoy no es solo levantar consignas, sino crear condiciones para lo que viene, reorganizar las fuerzas dispersas, construir poder propio, no subordinado. Y al mismo tiempo, elevar la conciencia histórica, retomar las grandes tradiciones de lucha, estudiar, formarse, polemizar, debatir… porque sin horizonte político no hay acumulación posible.

Entre la crisis terminal del capitalismo y el necesario reordenamiento histórico de las fuerzas revolucionarias

Delfo Acosta

Vivimos un momento histórico caracterizado por el agotamiento de los mecanismos de reproducción del capital en su fase imperialista. Las guerras por la hegemonía global, la devastación ecológica, la crisis demográfica del norte global, la financiarización parásita y la hipertrofia militar son expresiones de un sistema que ya no puede garantizar ni siquiera sus propias promesas liberales. El Estado de bienestar ha sido desmontado, la democracia representativa vaciada y la economía convertida en una ruleta de deuda, burbujas y especulación. El capitalismo, en su forma actual, se vuelve ingobernable para los pueblos… pero también para sus élites.

En este escenario de disolución histórica, las derechas reaccionarias avanzan como administradoras del desastre. No ofrecen salida alguna, pero sí orden y castigo. Se presentan como restauradoras de una normalidad que ya no existe, explotando el miedo, el desencanto, la fragmentación social. Lo hacen por vía electoral, mediática o abiertamente autoritaria. Su fuerza no está en la verdad ni en el futuro, sino en el colapso del progresismo.

Porque el progresismo no fue alternativa, sino un dispositivo de contención. Administró la crisis, legitimó el ajuste, desmovilizó a los pueblos y vació de sentido la política. Ofreció reformas sin ruptura, derechos sin redistribución, inclusión sin poder. En lugar de confrontar al capital, se asoció con él. En vez de construir pueblo, construyó clientelas, ONGs y marketing electoral. Hoy paga el precio de su cobardía histórica: es devorado por las bestias que ayudó a parir.

La farsa electoral del progresismo: el caso chileno

La coyuntura chilena, marcada por el anuncio de las primarias presidenciales del oficialismo, expone con crudeza la bancarrota ideológica, política y moral del progresismo. En un momento de crisis global del capitalismo, donde se demandan definiciones históricas, el bloque gobernante —heredero de la Concertación y del llamado «nuevo ciclo progresista»— se presenta ante el país con un elenco de candidatos que no representan más que la administración del modelo y el sostenimiento del orden establecido.

Figuras como Carolina Tohá, ex ministra del Interior del gobierno de Gabriel Boric, emergen como cartas presidenciales desde el corazón del régimen. Su historial, ligado al financiamiento irregular de la política durante su gestión en el PPD y sus vínculos con casos como el de SQM, lejos de marginarla, la posicionan como parte de una élite política que ha normalizado la corrupción como parte del ejercicio de gobierno. Su candidatura representa una continuidad del orden neoliberal bajo un barniz de modernización institucional.

Junto a ella, Jeannette Jara, ex ministra del Trabajo y militante comunista, encarna la derrota estratégica de un partido que alguna vez tuvo una raigambre anticapitalista. Su rol en el gobierno de Boric ha sido el de negociadora dócil con la patronal, administradora de ajustes y recortes encubiertos bajo un lenguaje técnico. Su postulación no expresa una alternativa popular ni una crítica desde la izquierda, sino una subordinación plena del Partido Comunista a la lógica de gobernabilidad del capital.

Completan el cuadro candidaturas como la de Gonzalo Winter, desde el Frente Amplio y el demócratacristiano Jaime Mulet, exponentes de una generación que prometió renovación pero que hoy se limita a gestionar con racionalidad los márgenes del poder. Su discurso tecnocrático, sin pueblo ni horizonte de transformación, ilustra la domesticación definitiva del progresismo, cuya radicalidad fue purgada en el camino al palacio presidencial.

Estas primarias, lejos de expresar una disputa de proyectos, constituyen una puesta en escena de consensos vacíos, donde la diferencia entre candidaturas se mide en estilo, no en contenido. Todas aceptan los pilares del modelo neoliberal.

 La ultraderecha sin máscaras

En paralelo, la ultraderecha crece con rostro explícito y brutal. Figuras como José Antonio Kast, Johannes Kaiser y Evelyn Matthei componen el nuevo bloque reaccionario chileno, una triada que sintetiza el pasado dictatorial, el neoliberalismo fundamentalista y la nostalgia autoritaria. No simulan ni moderan. Son la punta de lanza del proyecto abiertamente fascista, que como en otros lugares del mundo se imponen como alternativa a la crisis terminal del capitalismo.

Matthei, vestida de sensatez y gestión municipal, no representa una moderación, sino una continuidad de la agenda represiva y neoliberal, adornada con un tono institucional. Su figura busca capitalizar el miedo y el cansancio, mientras legitima y naturaliza el autoritarismo. Su competitividad en las encuestas no es un fenómeno aislado, sino parte del giro reaccionario global, que aprovecha la descomposición del bloque progresista y la falta de una alternativa revolucionaria.

Y ante este cuadro, ¿qué haremos? ¿Esperaremos, como quien contempla el horizonte aguardando metafísicamente la venida del mesías, el retorno espontáneo de un ciclo virtuoso? ¿Nos limitaremos al lamento estético, al cinismo del “ya lo advertimos”? Sería una forma cómoda, pero imperdonable de renuncia histórica.

Lo nuevo no siempre grita: a veces murmura

La historia demuestra que la reacción precede a la revolución, porque las condiciones de ruptura surgen del fracaso de la dominación. Hoy los pueblos no confían en las instituciones, ni en los partidos, ni en los discursos.  Por ello, comienzan a buscarse entre ellos: en los barrios, sindicatos y en los territorios en disputa.

Lo revolucionario hoy no es solo levantar consignas, sino crear condiciones para lo que viene, reorganizar las fuerzas dispersas, construir poder propio, no subordinado. Y al mismo tiempo, elevar la conciencia histórica, retomar las grandes tradiciones de lucha, estudiar, formarse, polemizar, debatir… porque sin horizonte político no hay acumulación posible.

La tarea no es fácil. Requiere tiempo, paciencia, organización, coraje.   No estamos condenados a repetir la derrota. Si el capitalismo está en crisis terminal y el progresismo ha fracasado como contención, entonces se abre nuevamente la alternativa de la revolución. Y esta vez no como consigna, sino como necesidad histórica.

En ese escenario, la esperanza no es ingenuidad, sino análisis concreto de la realidad. Porque cuando todo parece podrido, es cuando los pueblos, con una conducción revolucionaria, irrumpen con más claridad.