Sin teoría Revolucionaria, no habrá revolución
*Sin teoría Revolucionaria, no habrá revolución*
Todo esto devuelve una actualidad brutal a la advertencia de Lenin: sin teoría revolucionaria —sin una comprensión materialista renovada, sin un plan integral para articular cada lucha particular en una estrategia común— no hay posibilidad de un verdadero movimiento revolucionario. Solo tendremos resistencias fragmentarias, derrotas repetidas o, en el mejor de los casos, administraciones tibias de lo que el capital todavía puede repartir.
*Sin teoría Revolucionaria, no habrá revolución*
Delfo Acosta
«Sin teoría revolucionaria no puede haber movimiento revolucionario», decía Lenin en 1902. Más de un siglo después, la frase resuena casi como un reproche doloroso. Porque si algo revela el estado actual de la izquierda revolucionaria es su dificultad para construir una teoría a la altura de este siglo XXI.
¿Qué significa una teoría revolucionaria? Nada más —y nada menos— que disponer de un plan de acción orientado a transformar la sociedad. Es un plan que, en cada momento histórico, permite mejorar las condiciones para la lucha por el objetivo final —lo que algunos llamarían táctica—; un plan capaz de despertar en cada grupo social y en cada individuo la conciencia de su situación y del papel que desempeñan dentro del marco global de la lucha social. Una verdadera teoría revolucionaria organiza a todos para la acción. En ella, cada colectivo, grupo, individuo o clase cumple una función específica, convirtiéndose en una pieza de una maquinaria común que representa la lucha total contra la clase dominante y su aparato de poder.
La teoría revolucionaria ya ha establecido sus principios y leyes fundamentales. Lo que resta es aplicarlos a la realidad concreta en la que vivimos, traduciéndolos en un plan de acción. Cada acción particular debe insertarse dentro de una estrategia mayor; solo así, organizadas y sincronizadas, estas acciones pueden conducirnos a la victoria. La huelga, la movilización, la protesta, la elección o incluso la acción armada tienen su momento. Pero son efectivas únicamente cuando forman parte de un plan integral. Aisladas, fragmentadas o espontáneas, terminan favoreciendo y fortaleciendo al poder de la clase dominante. Lenin advertía con claridad: tales acciones, desprovistas de estrategia, no son más que expresiones de oportunismo.
Hoy, sin embargo, buena parte de la izquierda parece aferrada a mapas viejos que ya no describen el terreno. Las derrotas del siglo pasado no solo destruyeron organizaciones y estados obreros; también erosionaron la capacidad crítica y sepultaron la confianza en la posibilidad histórica de una transformación. Como resultado, persiste una lectura del presente con categorías del siglo XX, sin reelaborar una comprensión real del capitalismo financiarizado, tecnológicamente hipertrofiado y ambientalmente en crisis que define nuestro tiempo.
Esto se traduce en una doble carencia: una incapacidad de entender el presente —incapacidad para leer las nuevas formas de explotación y fragmentación de la clase trabajadora— y una notable pobreza de imaginación para proyectar el futuro, que deja a los movimientos reducidos a respuestas meramente defensivas, sin horizonte ni estrategia. Así, el debate político se enreda en viejos dualismos (reforma o revolución, partido o movimientos, Estado o autogestión) sin articular una visión dialéctica capaz de superar esas tensiones.
Mientras tanto, muchos de los intelectuales que se reclaman herederos del marxismo o del socialismo revolucionario parecen incapaces de ofrecer respuestas teóricas consistentes. Algunos se atrincheran en el dogma y repiten fórmulas como mantras sin someterlas a crítica. Otros se pierden en debates universitarios que brillan por su erudición, pero que poco tienen que ver con la praxis transformadora.
Todo esto devuelve una actualidad brutal a la advertencia de Lenin: sin teoría revolucionaria —sin una comprensión materialista renovada, sin un plan integral para articular cada lucha particular en una estrategia común— no hay posibilidad de un verdadero movimiento revolucionario. Solo tendremos resistencias fragmentarias, derrotas repetidas o, en el mejor de los casos, administraciones tibias de lo que el capital todavía puede repartir.
El desafío está abierto. Supone, por un lado, rescatar los principios fundamentales de la teoría revolucionaria; por otro, aplicar esas leyes generales al momento histórico concreto que nos toca vivir, elaborando un nuevo plan de acción que devuelva a la lucha su sentido estratégico. Sin nostalgia ni autocomplacencia, pero también sin claudicaciones. Porque sin esa teoría, la izquierda seguirá girando en círculos, atrapada en su propia derrota.
