Progresismo versus fascismo

Por eso, la tarea histórica sigue siendo la construcción de un proyecto político independiente del capital, que no se limite a resistir o mitigar, sino que confronte con decisión las estructuras que sostienen la explotación y el despojo. Una alternativa que no se subordine al chantaje del mal menor, ni caiga en el derrotismo de la abstención. Sino que levante poder popular real, desde la organización territorial, sindical, feminista, ambiental, barrial, comunitaria y revolucionaria.

Progresismo versus fascismo

Delfo Acosta

 

La contienda política en Chile parece reducirse a una falsa disyuntiva: por un lado, el avance de un fascismo cada vez más desinhibido, que promete orden y estabilidad mediante la represión y el autoritarismo; por otro, un progresismo que, aunque invoca los derechos sociales y la gobernabilidad democrática, ha terminado funcionando como garante de la continuidad del modelo neoliberal.

No son lo mismo. Sería un error infantil equipararlos. Sabemos, como bien lo señala la historia y la teoría revolucionaria, que el fascismo es una de las formas más brutales que puede adoptar la dominación capitalista cuando se ve amenazada: violencia política, persecución, represión de clase. Pero también sabemos que el progresismo actual, lejos de representar un proyecto emancipador, cumple una función restauradora: apacigua las tensiones sociales, gestiona las crisis sin transformar sus causas, y desmoviliza a las mayorías con promesas que rara vez tocan los intereses de fondo del capital.

El problema central no es elegir entre uno u otro, sino entender que ambos son formas de gestión del orden burgués, adaptadas a distintos momentos del ciclo capitalista. Mientras el poder económico se mantenga incuestionado, el pueblo estará atrapado en esta lógica de administración del capital: por la fuerza o por el consenso. Esta dominación estructural, que subordina toda forma de gobierno a la reproducción de la acumulación capitalista, es lo que puede caracterizarse, en términos marxistas, como una dictadura del capital.

El reciente informe de la Comisión Asesora para la Actualización de la Medición de la Pobreza ha puesto cifras a una realidad que los sectores populares han denunciado por décadas: más del 22 % de la población vive bajo la línea de la pobreza, incluso en un contexto de crecimiento y estabilidad macroeconómica. Esto confirma que la pobreza no es un accidente, sino un componente estructural del modelo económico vigente, el cual sacrifica la vida digna en el altar del mercado.

Mientras tanto, la política institucional sigue orbitando en torno a los intereses del gran capital. Los discursos de cambio se moderan para no incomodar al empresariado; las reformas sociales son diseñadas para ser funcionales al equilibrio fiscal y a las “señales de confianza” que demandan los inversionistas. En ese vacío, el fascismo crece, capitalizando el descontento de sectores despolitizados y canalizando la frustración social hacia la violencia contra el propio pueblo: inmigrantes, jóvenes, trabajadores organizados, mujeres, disidencias.

Pero el problema de fondo no es sólo el avance de la reacción, sino la incapacidad de la izquierda institucional para ofrecer una alternativa real. Su papel como gestora del orden, su política de “maquillaje social” —en palabras de Piqueras— ha permitido que la clase dominante sortee las crisis sin modificar las estructuras que las originan. Y cuando las esperanzas populares se frustran una y otra vez, no es extraño que el capital opte por salidas más autoritarias.

Sin embargo, no se trata de renegar de cualquier forma de gobierno progresista per se. En determinadas etapas del desarrollo capitalista, un Estado social, un gobierno reformista o un ciclo progresista puede abrir espacios para la organización popular, la acumulación de fuerza desde abajo, e incluso para conquistas que fortalezcan a la clase trabajadora. Pero ello no debe confundirnos: estas formas de gobierno no son una alternativa al capitalismo, sino una de sus modulaciones posibles.

Por eso, la tarea histórica sigue siendo la construcción de un proyecto político independiente del capital, que no se limite a resistir o mitigar, sino que confronte con decisión las estructuras que sostienen la explotación y el despojo. Una alternativa que no se subordine al chantaje del mal menor, ni caiga en el derrotismo de la abstención. Sino que levante poder popular real, desde la organización territorial, sindical, feminista, ambiental, barrial, comunitaria y revolucionaria.

La crisis del modelo neoliberal no se resolverá en una elección, sino en la capacidad de las masas para romper el chantaje estructural, acumulando fuerza, conciencia y organización.

Porque la elección entre fascismo y progresismo no es una salida.

La salida la construye el pueblo, desde abajo y con claridad revolucionaria.